"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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EL GANCHIFLEX MULTIUSO

EL GANCHIFLEX MULTIUSO (o la historia de la ciudad que aprendió a sonreír) © Jordi Sierra i Fabra 1981 Ésta es una historia… especial. Entendámonos: es una historia única, muy peculiar, que difícilmente os creeríais si no supierais que os la cuento yo, ¿verdad? Gracias por la confianza. Corresponderé a tanto entusiasmo —noto el vibrar de vuestros corazones y el encendido aplauso de vuestras mentes—, explicándola de la mejor y más sencilla forma posible. Por vuestra parte, pido tan sólo concentración. Vamos, un pequeño esfuerzo. Sí, tú también. ¿Os imagináis una ciudad entera llena de gente seria? Pues así comienza la historia, con una ciudad entera llena de gente seria que, de tanto estarlo, ni tan siquiera se daba cuenta de que nadie sonreía desde hacía una eternidad. Iban de un lado a otro con sus caras meditabundas, grises, dominadas por la ceniza invisible de la indiferencia, sin apenas mirarse entre sí. Caminaban cubiertos por musarañas de raíces tan finas, que se adentraban en sus cerebros sin que ellos mismos lo notaran. Ya nadie recordaba la última vez que se habían reído. Era una ciudad sin alegría. Una ciudad físicamente estéril, químicamente falta de reacción. ¿Y qué pudo cambiar todo esto? Pues como dicen que no hay bien ni mal que cien años dure… Todo comenzó una tarde, en la calle del Aburrimiento esquina a la del Tedio, en la tienda Todobarato del tendero señor Normal. El pobre hombre se hallaba sumido en sus pensamientos, funestos y tristes, porque no vendía ni siquiera un clavo y de seguir así no tendría más remedio que cerrar. Arruinado y descorazonado, había abandonado el mostrador para sentarse a la puerta de su establecimiento. Fue entonces cuando observó a la gente que caminaba por allí. Todos serios. A cual más triste. Hizo lo mismo al día siguiente, por la mañana y nuevamente por la tarde. No hubo variación: nadie parecía feliz. Por la mañana los mayores gruñían molestos por acabarse de levantar y marchaban al trabajo con unas caras larguísimas. Tan largas que casi se las pisaban. Lo mismo hacían los niños y las niñas que se dirigían a la escuela, refunfuñando por todo, por el examen del día o por cualquier cosa que les preocupase, por pequeña que fuese. Y después, los hombres y mujeres que iban a la compra se quejaban por lo caro que estaba todo, lo cansadas que estaban o la de colas que tenían que hacer. A mediodía y por la tarde, regresaban unos refunfuñando contra el jefe, los pequeños contra el maestro y las señoras o señores que hacían compras de que el tiempo se les había echado encima sin dejarles hacer casi nada. O sea, que todos estaban igual por uno u otro motivo. Ni uno sólo parecía estar de acuerdo en algo o haber pasado un día agradable. El señor Normal, el tendero, se miró aquella noche en el espejo. Descubrió que él también estaba muy serio. Claro, no vendía nada. Pero al margen de eso… ¿por qué estaba siempre tan serio? Intentó sonreír. ¡Mmmmm……! No pudo. Ya se esforzó, ya, como cuando iba un poco duro de vientre u tenía que apretar. Pero no pudo. Se esforzó aún más, pensó en algo agradable… bueno, mejor dicho, intentó encontrar algo agradable en qué pensar, y no lo encontró. Estaba arruinado, su equipo de fútbol perdía cada domingo, se sentía solo porque la chica que le gustaba ni le miraba… Así no había forma. Empezó a ponerse grana porque aguantó la respiración y todo. Cogió las comisuras de sus labios con ambas manos y tiró de ellas hacia arriba. ¡Caramba, una flamante sonrisa! Sus ojos sin embargo, seguían tristones. De todas formas algo era algo. Retiró las manos y… Y ¡bluf!, las comisuras de los labios cayeron hacia abajo de nuevo. No se sostenían solas. Los músculos faciales debían estar agarrotados por falta de uso. El tendero se sintió enfadado consigo mismo. Era un hombre tozudo. ¡Iba a reír y nadie se lo impediría! Se dirigió a su tienda y extrajo dos gomitas elásticas de una caja de productos para el cabello. En los dos extremos de las gomitas, había unos ganchitos. Regresó al espejo y colocó un ganchito en la comisura del labio y otro en la parte superior de la oreja de ese lado. Al tensarse la goma elástica, la comisura subió hacia arriba. Hizo lo mismo con la oreja y la comisura del otro lado… y comprobó el resultado. ¡Fantástico! ¡Una autentica sonrisa de oreja a oreja! Y sin esfuerzo, sin cansarse. Él no tenía que hacer nada: sonreía aunque no quisiese, aunque estuviese triste. ¡Qué hallazgo! Seguro que sorprendería a todo el mundo. Al día siguiente el tendero se colocó sus dos ganchitos elásticos y con su nueva sonrisa a todo color abrió la tienda. Dos horas más tarde entró una parroquiana despistada, preguntando si vendía melocotones. El señor Normal le dijo que no, pero la parroquiana, ya perpleja, apenas si le oía. Miraba absorta la diáfana sonrisa del señor Normal. La mujer, nada más salir de la tienda, fue a ver a sus amigas y vecinas. Con voz impresionada, les dijo: —Está riendo, os doy mi palabra de honor. No miento. Ríe… sin más. —Mujer, algún motivo tendrá —objetaron algunas. —¿Hay motivos para reír? —preguntaron las más escépticas —Él se ríe —insistió la primera—. Y no parece loco. No pasó ni una hora y las puertas de la tienda Todobarato del señor Normal se había llenado de curiosas y curiosos. Primero no se atrevieron a entrar; pasaban de un lado a otro y volvían a pasar, hasta que se formó un primer corrillo delante, y luego otro y otro más. Allí estaba el tendero, sonriendo. —Lleva algo atado a los labios y las orejas. —Ya decía yo que… —¿Y qué? Se está riendo, ¿no? Eso es lo que cuenta. ¡Si yo pudiera lucir una sonrisa así! —¿Y lo bien que le queda? —Sí, sí, da mucha luz a la cara. Fue una señora valiente la que se decidió a entrar y le preguntó al señor Normal de dónde había sacado… aquello, lo que fuese y cómo se llamase. El tendero sacó la cajita de ganchitos elásticos habitual, la de toda la vida, y se la mostró a la señora. Ella abrió los ojos como platos. —¿Puedo… comprarlos? —preguntó alucinada. —Pues claro. ¿Cuantos quiere? Son baratísimos. Para algo era una tienda: allí se vendían cosas. La señora valiente compró dos para ella y luego, un juego para su marido, para sus siete hijos, y también para su suegra, que era la peor. Después, se animó un poco más y se llevó para su vecina y para su mejor amiga. Cuando salió de la tienda llevaba puestos los suyos y lucía una hermosa sonrisa de aquellas “de oreja a oreja”. —¡Fijaos, ella también se ríe! —proclamaron todos y todas las que esperaban afuera. Entraron en tropel. Querían el maravilloso invento. El señor Normal se quedó boquiabierto y perplejo. A fin de cuentas aquello no eran más que las habituales gomillas elásticas para el pelo y… ¡La mayoría de señoras tenían en sus casas! —¿Donde está? —¿Es muy raro? —Será extranjero, seguro. —Y caro. —Da lo mismo, no importa el precio. Es MUY útil. —¿Cómo se llama ese fabuloso invento? Hablaban a la vez, se amontonaban frente al mostrador, exigían atención. El señor Normal era un buen tendero. Su cerebro trabajó rápidamente. Con las cajas de las gomitas en la mano, tuvo una brillante idea. —¡Ganchiflex! —anunció—. ¡Se llama Ganchiflex y es algo novísimo! Pensó más aprisa, dándose cuenta de que el público siempre quería comprar cosas que fuesen superútiles, superbaratas y supercomplicadas, para luego poder quejarse de que no las sabían hacer servir. Así que agregó, triunfal: —¡Ganchiflex Multiuso¡ ¡Exacto! ¡Es el Ganchiflex Multiuso! Sirve para tantas cosas que ni sus inventores han hecho todavía la lista definitiva. ¡Y yo lo tengo en exclusiva! Fue… como una marabunta. La caja de gomitas… perdón, de Ganchiflex Multiuso, se vació en un abrir y cerrar de ojos. Y honradamente, o sea, que el señor Normal, que era muy decente, lo vendió al precio de siempre, sin cargar tintas por su inesperada popularidad. Lo otro habría sido especulativo y no era el caso, aunque no faltó quien dijo: —¡Huy, pero qué barato! ¡Seguro que no es bueno y que se rompe en seguida y habrá que comprar más! Nadie le hizo caso. El señor Normal tuvo que cerrar la tienda no mucho después con una cola tremenda, porque cada persona que salía con el Ganchiflex puesto, motivaba que otras le preguntaran de dónde había sacado aquel prodigio. Colocó el cartel de “Agotadas las existencias de Ganchiflex Multiuso hasta mañana” y salió por la puerta de atrás para ir a ver al fabricante. Por la mañana ya tenía un enorme cargamento del “invento”… ¡hasta en colores! No había cara pequeña, larga o corta. ¡Ganchiflex para todos! La gente se mataba por conseguirlos. Hubo que racionarlos, para evitar la reventa fraudulenta. Dos por persona. Rápidamente, como una mancha de aceite que se expande, por toda la ciudad comenzaron a verse personas sonrientes. Ya no se sabía si estaban tristes o no, aunque los ojos siguiesen pareciéndolo. Todos lucían sus hermosas sonrisas Ganchiflex. Y nunca mejor dicho lo de Multiusos, porque los servicios de la gomita elástica fueron aumentando. Un niño descubrió que, sujetándoselo a los labios y a la parte inferior de los ojos, podía sonreír en clase y, al mismo tiempo, no dormirse, mantener los ojos abiertos todo el rato. El profesor le puso un diez y a la semana siguiente todos le imitaron y tenían sus dieces. Los padres se sintieron orgullosísimos. Los niños, precisamente, serían después los primeros en no necesitar el Ganchiflex para reír. Y sus padres, los siguientes. ¿Quién podía estar triste con un diez, o que padre con un hijo tan listo? Pero no avancemos acontecimientos. Las personas todavía eran incapaces de sonreír sin el Ganchiflex Multiuso, y por las noches, al quitárselo, veían horrorizadas aunque resignadas como sus labios caían hacia abajo. Nada lograba evitarlo. Después de tantos años… De día eran unos falsos seres felices; pero por las noches, en la intimidad… ¿a quién querían engañar? El señor Normal, sin embargo, sí que no tenía motivos para estar triste. El negocio iba bien, todo el mundo le quería, y la chica de sus sueños ya se había fijado en él. Una noche se quitó el Ganchiflex y se acostó. Por la mañana, al levantarse, se lavó sonriendo, se peinó sonriendo, se afeitó sonriendo y, cuando abrió la tienda, seguía sonriendo. Al entrar la primera parroquiana observó que ésta lo miraba muy absorta. —Vaya —pensó—, ¿por qué me mirará así? Ella también lleva su Ganchiflex. Entró una segunda parroquiana, a comprar el “Juego multicolor para toda la semana”, que era la última novedad, y una tercera… y todas lo miraron estupefactas. El señor Normal fue al interior de la tienda asustado, para mirarse en el espejo y ver qué sucedía, si es que tenía granos o qué, y entonces descubrió la verdad: ¡no llevaba el Ganchiflex! ¡Y se estaba riendo! ¡Se reía de verdad! No pudo remediar “su error”. Ni siquiera tuvo tiempo. Por las calles ya corría de boca en boca la noticia de que el descubridor del Ganchiflex Multiuso… ¡se estaba riendo sin el aparato! ¡Qué noticia! ¡Qué conmoción! Era posible reír… ¡sin el Ganchiflex! Cuando la gente descubrió que ya no le hacía falta el Ganchiflex Multiuso, probó, primero con recelo pero después con más y más ánimo, a forzar una sonrisa en sus rostros. Hubo algunos reticentes, a otros les costó muchísimo, y a la mayoría menos, pero poco a poco, todos lograron sonreír con más o menos gracia. ¡Podían! ¡Las comisuras se sostenían solas! ¿Un milagro? No, nada de eso. Los niños eran felices, sus padres también, los maestros más, los jefes de los trabajadores les habían subido el sueldo porque al estar contentos trabajaban más y todos salían ganando, las señoras iban contentas al supermercado… ¡Toda la ciudad era feliz! ¡Todos sonreían! ¡Ah, qué sorprendente! En unos días, semanas, todos los Ganchiflex fueron guardados en cajones, olvidados o arrojados al cubo de la basura por estar gastados y no tener elasticidad. El señor Normal, que tenía el almacén lleno de los nuevo modelos de Ganchiflex Multiuso, en relieve, fluorescentes, con los colores de los equipos de fútbol, con nombres grabados, con adornos, incluso modelos de lujo, hechos con pedrería incrustada y material indesgastable, vio como su fabulosa mercancía dejaba de venderse. ¡Y todo por su culpa, por aquel maldito descuido! Aunque luego imaginó que, tarde o temprano, las cosas habrían sido las mismas, porque la gente no es tonta. Hasta el último de los habitantes de la ciudad, logró volver a sonreír por sí mismo. Un día ya no se vio ningún Ganchiflex por la ciudad. El señor Normal, que había realizado un gran esfuerzo en crear los nuevos modelos, y gastado todo lo ganado, se encontró arruinado y con miles de Ganchiflex inservibles. Así se convirtió en el único habitante de la ciudad… que no reía. No era feliz. Y os estaréis preguntando: ¿cómo acabó la historia? Bien, todas las buenas historias suelen tener un final feliz, y ésta no podía ser menos porque es muy buena. Veamos, ¿qué creéis que sucedió? Una ciudad entera, eternamente triste, había vuelto a la felicidad por la idea de un tendero avispado. ¿No merecía esto algo especial? Muchas veces, los finales más insólitos surgen de los proyectos más insospechados y, el azar, la casualidad, la suerte, el destino… o la mano de lo imprevisible, contribuye a ello. Los habitantes de la ciudad comprendieron un día que, a fin de cuentas, ellos habían recuperado la sonrisa gracias al señor Normal, el buen tendero de la tienda Todobarato. Le debían algo. Y el mismo día que el señor Normal cerraba las puertas de su negocio, más triste que nunca, para marcharse a otra ciudad, compungido por su gran fracaso, se encontró la calle rebosante de gente que lo aclamaba y vitoreaba enardecida, porque el periódico había dado la noticia de su marcha y la gente había reaccionado al unísono, todos a una, con el corazón. El tendero se quedó boquiabierto. —¡Viva el hombre que nos devolvió la sonrisa! —¡Larga vida a nuestro benefactor! —¡Tres hurras por el señor Normal! Fue levantado en hombros, paseado por la ciudad, homenajeado. Hubo fiestas y discursos. Hasta se le cambió el nombre a la calle del Aburrimiento, que pasó a llamarse calle del señor Normal, y a la del Tedio, que pasó a ser la calle de Todobarato. Poco a poco, la sonrisa del señor tendero fue recuperándose. Primero fue tenue, después más franca, luego más abierta… ¿Quién podía estar triste con todo aquello? Era cierto: la ciudad había vuelto a sonreír gracias a él. Fue el último habitante que recuperó la sonrisa, cuando había sido el primero en mostrarla. Y ya nunca dejó de ser feliz. Nadie que se siente querido puede ser desgraciado. ¡Había valido la pena! ¡Todo! Así que… Bien, ¿qué tal? Ya os dije que esta historia os resultaría extraordinaria, o inverosímil si os la hubiese contado otro. Por suerte sé que merezco vuestra confianza. De todas maneras, para los reticentes o los que ponéis esta cara así como de listillos, sólo os diré algo: bajad a la calle y mirad a la gente. Quizás viváis en una ciudad que necesite Ganchiflex Multiuso ya mismo. Quizás, con suerte, no. Probad, probad. Yo ya he terminado.

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